Reflexionando sobre el reporte: “Los Trabajadores Agrícolas nunca se jubilan” compartido por Laura García (12/01/2022), pensé sobre esta gran verdad, pensé en mis padres, Luis y Esther y como ellos nunca han dejado de trabajar. Proviniendo de un pueblito en Michoacán, ellos comenzaron a trabajar a temprana edad, y solo terminaron unos pocos años de escuela primaria, respectivamente tercer y sexto grado. La pobreza fue la norma para ellos, como impone el modelo colonial, es decir, por siglos las tierras del pueblito habían sido subordinadas por una gran hacienda que esclavizaba las comunidades indígenas y posteriormente, también importaba mano de obra esclavizada desde África. Se enfrentó a esta opresión colonial en el Movimiento de Independencia de 1810 y después durante la Revolución Mexicana de 1910. Sin embargo, muchos de los pueblos indígenas quedaron empobrecidos después de siglos de saqueo. Para sobrevivir, desde muy jóvenes, las personas tuvieron que colaborar para alimentar a sus familias; todos tenían que trabajar. Mi papá con más o menos 6 años cuidaba el ganado y trabajaba en el campo hasta que a los 17 años en 1956, se unió a la oleada de Braceros que se iban alnorte. Mi mamá, también una niña, ayudaba a su mamá a lavar ropa para otras personas en un río cercano, y a veces hacía mandados como entregar agua a las casas, caminando a un manantial y llenando cántaros. Ella cargaba los cántaros en su cabeza por largas distancias por solo unos centavos. Como muchos otros jóvenes de su pueblo, mis padres se casaron muy jóvenes, todavía eran adolescentes y pronto formaron una familia.
Mis padres vivieron vidas de familia fragmentada por alrededor de 12 años porque mi papá emigró a los EE. UU. al principio de la primavera y regresaba cuando terminaba la cosecha, a finales del otoño. Durante este tiempo de separación, mi mamá, en el pueblo, crió a cuatro hijos, mantuvo una huerta y tenía gallinas y puercos. Mi papá era un buen proveedor, y mi mamá era, y todavía es, una trabajadora incansable cuya labor contribuye a la riqueza de la industria agraria. La separación familiar forzada no fue fácil para nadie.
En 1970, mi mamá decidió unirse a la migración laboral de mi padre, y del pueblo, a los campos de California, a veces también en Oregón y Washington. En 1973, trajeron a sus cuatro hijos a Stockton, California –el más joven tenía cuatro años y el mayor doce. Entonces trabajamos como unidad familiar en los campos del Valle de San Joaquín. No era fácil levantarse a las 3:30 o 4:00 de la mañana y llegar a los campos antes que amaneciera el sol y llegar a casa diez horas después sin ninguna energía para nada más.
Yo me escapé de los campos cuando me fui a la universidad en el otoño de 1987, pero regresaba los veranos. Cuando estaba en la escuela de posgrado en 1994, trabajé unos días en el verano y vi muchos trabajadores nuevos que habían sido forzados a emigrar desde México por el Tratado de Libre Comercio y las políticas neoliberales que redujeron servicios públicos, privatizaron terrenos terminando en la monopolización y la devaluación del peso. Miles de trabajadores agrícolas perdieron su capacidad de sostenerse ellos mismos y miles de personas de clase media perdieron sus pequeños negocios debido al tratado de “libre comercio” que daba ventaja a las corporaciones multinacionales. La vida se hizo más dura para todos a través de las fronteras, pero en particular, para aquellos que fueron forzados a emigrar a una nación cuyo nivel de vida estaba en descenso y la xenofobia crecía.
Recuerdo estar sentado con mi primo Prieto, comiendo un burrito que compramos en un camión de tacos y mirando a centenares de trabajadores agrícolas en movimiento, como una ola del mar, a través de los campos de tomate. Los sueldos de los trabajadores agrícolas habían sido reducidos significativamente, la explotación había incrementado, y la resistencia laboral a la explotación había sido aplastada con la introducción de las cosechadoras mecanizadas y los guest workers (obreros invitados) del programa H2As, sin derechos laborales o contratos ejecutables, en otras palabras, esclavos modernos. Me daba vergüenza el privilegio de tener un título universitario y la ciudadanía, mientras tantos otros estaban atrapados en condiciones esclavizantes que le quitan valor a su humanidad hasta llegar a ser obreros desechables. Le pregunté a mi primo si él quería dejar de trabajar y de manera tímida asintió. Nos levantamos y nos fuimos hacia el carro, pasando centenares de campesinos que intentaban ganarse la vida. Vi a mamá y a mi papá recolectando tomates de rodillas, y ella también nos vio, sonrió y nos preguntó “¿Ya se cansaron? Yo dije, “Si mamá, ya nos cansamos”, pero no le compartí todo lo que estaba pensando en ese momento. Sí, estamos cansados de las condiciones laborales injustas y los sueldos de pobreza. Todavía me avergüenza que nos fuimos, especialmente cuando tomo en consideración que en 1994 mi padre ya había hecho trabajo agrícola en EE. UU. desde 1956, (38 años) y mi madre, desde 1970 (24 años).
Ocho años después, en 2002, me contrataron comoprofesor (tenure track) en una universidad del estado, y mis padres todavía trabajaban en los campos. El siguiente año casi perdimos a mi mamá, Esther, en sus sesentas, mientras zigzagueaba entre recolectar tomates y trabajar en las empacadoras. Su presión alta y un ambiente laboral hostil, con un supervisor que la presionaba a trabajar más duro, la envió directamente al hospital. Estuvo fuera de acción por un mes, quizás más. El año 2003 marca su “jubilación”, que en realidad nunca pasó porque su trabajo sin recompensa solo aumentó. En 2021, la mayoría del tiempo ella todavía parecía una hormiguita, levantándose a las 3:30 a.m., preparaba el almuerzo para mi papá, quien todavía trabajaba en el campo. El salía a las 4:30 a.m. y regresaba a las 4:30 p.m.
El viernes, 7 de julio (o agosto) de 2021, mi papá estaba trabajando con sus amigas, Martha y Rosa, y ellas le preguntaban a mi papá de 82 años, “Don Luis, ¿Cómo anda?¿Sí puede?” mientras removían ramos y maleza debajo de una fila de árboles. Mi papá recuerda que ese día Martha se cayó dos veces. Esa noche Martha preparaba unos frijoles para la boda de su sobrina que sería el día siguiente, un sábado. El esposo, descontento con esto y quizás con otras cosas en su cabeza, discutió con ella sobre dedicar su tiempo a esas cosas en lugar de a su hogar, donde era necesitada. El argumento escaló, y él buscó una pistola y le pegó un tiro en frente de su hija y su nieta, quienes estaban en la cocina.
Desde ese día mi papá, traumatizado, dejó de trabajar, pero el 7 de octubre decidió regresar a los campos quejándose que se sentía inútil y hasta deprimido. Mi mamá intentó disuadirlo, pero como era terco, encontró un amigo contratista que le dio un trabajo. Ese día trabajó con amigos, y al pasar las horas, se cayó mientras caminaba de un campo a otro; ellos lo levantaron rápidamente. Ya de pie, intentó caminar, perdió su balance y cayó al piso de nuevo. Se lastimó su hombro, su cadera y se dañó su pierna. Afortunadamente, no se quebró ningún hueso. Ahora deshabilitado solo podía caminar con un bastón. Él se está mejorando y está hablando de regresar a trabajar, pero ha perdido la confianza en que su cuerpo pueda soportar la labor tan ardua que ha hecho por más de 66 años. El mes de diciembre del 2021, mi padre cumplió 83 y mi mamá 80. Al reflexionar sobre “Los trabajadores agrícolas nunca se jubilan”, pienso en que mis padres han trabajado desde que tenían alrededor de 6 años, y han continuado trabajando sin parar hasta llegar a sus 80s. Me siento bendecido y honrado de ser su hijo; me inspira su amor y reconocer que la vida no puede ser reducida a un trabajo que no reconoce nuestra dignidad y humanidad.
Este ensayo se lo dedico a todos los jubilados/as que no pueden dejar de trabajar. Que sus vidas sirven para inspirar el resto de nosotros a luchar por una sociedad más justa y humana que afirme el valor y la dignidad de todo el trabajo, especialmente el trabajo que alimenta a todos en la nación y, sin embargo, se mantiene de una forma tan opresiva y colonial.