El influyente semanario inglés The Economist se pregunta en su más reciente edición si el responsable de la desaparición de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinpa es el Estado o el crimen organizado. La duda sería válida si hubiese una clara frontera entre uno y otro, pero no la hay.
En amplias zonas, en varios estados y municipios, y en importantes instituciones federales el crimen organizado convive con o ha sometido al Estado. En la primera larga etapa del PRI en el poder, el crimen organizado fue solapado por el Estado. Políticos y criminales convivían entre sí, se repartían dividendos, pero el poder lo tenía la clase política. La transición empezó con Salinas de Gortari, pero al empezar el nuevo siglo en varios estados y municipios, así como en varias instancias federales, los narcos empezaron a establecer condiciones. Su poder económico creció enormemente y el político también. Se globalizó y con ello sus fuentes de financiamiento aumentaron exponencialmente. Se apropiaron de los principales mercados internacionales de la cocaína, la heroína, las metamfetaminas y la mariguana y, con esa plataforma, empezaron a comportarse como CEOS de una transnacional. Como toda gran empresa buscaron más influencia política para facilitar la expansión de sus negocios. La globalización mexicana ha fortalecido más a los negocios ilícitos que a ningún otro sector. Del capital mexicano el que más crecido en la globalización al lado de Carlos Slim y Roberto Martínez es el ilícito.
El gobierno de Enrique Peña Nieto encarcela a poderosos capos, el más reciente Vicente Carrillo, hermano del “Señor de los Cielos”, pero no detiene el creciente poder del crimen organizado. Y no puede porque éste penetró al Estado y al conjunto del sistema de partidos. A todos los ha obligado a aceptar a sus cuadros, con todos ha negociado, a todos los ha financiado.
Este desdibujamiento del Estado mexicano se ha facilitado porque los neoliberales lo han desfondado de muchas de sus fortalezas políticas, sociales y financieras. Cogobiernan con el gobierno federal los monopolios televisivos. Y en varios estados y municipios comparten el poder con las organizaciones del crimen organizado.
Cuando se borra la frontera entre el Estado y el crimen organizado, se acrecienta la violencia y se entroniza la arbitrariedad y la barbarie. En estas condiciones el Estado encuentra mejores condiciones para reprimir porque responsabiliza al crimen de su violencia compartida, tal y como sucede en Iguala. “Yo no fui fue él”, dicen los políticos.
En México, ya no hay un monopolio de la fuerza en el Estado, sino un poder compartido. Y no es legítimo sino delictivo.
Tan es así, que la OEA, la ONU, el Gobierno de Estados Unidos, las empresas multinacionales y los medios de comunicación internacionales, preocupados por la bizarría mexicana y la posibilidad de que las reformas peñanietistas se queden abanicando por no brindar la atmósfera para que fluyan los grandes capitales a territorio nacional, ya le exigen que detengan la barbarie mexicana.
Pero los milagros no abundan en estas tierras.
Santamaría Gomez es un profesor en Sinaloa Campus Mazatlán desde 1982. También ha sido un columnista de análisis político en el Noroeste desde 1999.